La segunda y la
tercera edición de los JJOO no tuvieron como sede a Atenas ni otro lugar
griego, sino que París los organizó en 1900 y la estadounidense San Luís en
1904. Ambas ediciones fueron sendos fracasos, pues quedaron eclipsadas por las
Expos que tuvieron lugar paralelamente en esas mismas ciudades. Sin la
aprobación del COI ni de Coubertin, los griegos decidieron organizar unos
Juegos Intercalados para 1906, en el décimo aniversario de la primera
Olimpiada. Tuvo como sede a Atenas y al Estadio Panathenaikó, y la principal
causa de este evento se debe al enfado que produjo en gran parte de los griegos
el que los JJOO, una competición que consideraban suya, no siguiese
celebrándose en Grecia y viajase a Francia y luego a EEUU. El nacionalismo
griego argumentaba que las Olimpiadas tuvieron suelo griego como único
escenario durante más de un milenio. Los griegos, que veían el olimpismo
moderno como heredero del panhelenismo antiguo, no obstante consiguieron un
éxito semejante al de 1896 y que con esos Juegos no oficiales el espíritu
olímpico no se extinguiera antes de 1908 (Wallechinsky y Loucky 2008, 12).
Con los JJOO de
Londres 1908 y Estocolmo 1912 se dio el definitivo espaldarazo a la
competición, salvando un movimiento olímpico que retornó a la normalidad tras
la Gran Guerra con Amberes 1920. Desde entonces todas las ediciones resultaron
exitosas, con Berlín 1936 culminando esta etapa de crecimiento. Estos Juegos,
aparte de ser un escaparate propagandístico del régimen nazi, acabaron de
definir el tipo de evento que ha llegado hasta hoy: dos semanas donde una
veintena de deportes desarrollan sus ‘mundiales’ albergados por una ciudad
anfitriona que despliega todo su esfuerzo organizador bajo la mirada de todo el
planeta. Desde el debut de la URSS en 1952, los Juegos fueron hasta 1988 un
escenario más de la Guerra Fría. Los boicots y unos medalleros capitalizados
por soviéticos y estadounidenses hicieron del olimpismo un reflejo del mundo
bipolar (Miller 2004, 216-225). Y salvo la edición de 1960 en Roma, ninguna
edición volvió a su región de origen, el Mediterráneo.
Barcelona 1992 fue el
reencuentro de los Juegos con este mar y con el cálido y fértil clima
mediterráneo.
El olimpismo se reencontró con el aroma de la brisa marítima mezclada
con el de cipreses, olivos y pinos. Con la alegría y la luminosidad.
Bajo muchos de los
ideales que acompañaban la celebración de los agones de siglos atrás, como la
primacía de la competición entre atletas en vez del protagonismo de la política
y los boicots. Atletas que eran seleccionados para la lid sin más requisitos que
su capacidad física y su detreza, ya que quedaba definitivamente desterrada la
absurda prohibición a los deportistas profesionales, una regla sin ningún tipo
de conexión real con la Olimpia de la Antigüedad.
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